Silvia Sánchez
Escuché el primer rumor en la tienda de don Sebas, envuelto en el zumbido de las moscas que revoloteaban entre el pan del medio día.
Lo recuerdo porque aún no entendía bien la jerga de las mujeres del pueblo y salí con las palabras “mocosa güila” aleteándome en la cabeza.
Había visto a María un par de veces, pero no conseguía recordarla bien.
Mientras regresaba, me entretuve contando a los perros huesudos que buscaban entre la tierra algo que masticar.
San Juan era un pueblo chico, de esos en donde no hay nada que hacer; teníamos poco tiempo viviendo allí, desde que mi padre había decido poner un negocio de vacas en el lugar y había conseguido, entre ruegos y amenazas, que mi madre y yo fuéramos a vivir con él.
El trayecto desde la tiendita de don Sebas hasta mi casa, era bastante corto; pero a mí me encantaba mirar las latas de aluminio que decoraban la entrada de las casas; todas tenían florecitas descoloridas que parecían a punto de despeñarse por los oxidados bordes.
…
El resto de la semana pasó despacio; las horas se hacían y deshilachaban en el caluroso sopor del pueblo. No volví a pensar en María sino hasta el domingo.
La iglesia era pequeña y estaba llena de santos despostillados que la gente acariciaba con fervor.
Las discordantes campanadas llamaban a misa mientras la iglesia se llenaba. Algunos niños descalzos correteaban por todo el lugar; los más pequeños lloraban y sus madres se confundían de nombres y de hijos al llamarlos entre susurros, sumidas en el caluroso letargo del sermón.
—No sé cómo se atreve a venir —murmuró una voz muy cerca de mí—la muy puta no tiene ni tantita vergüenza.
—¡Ay, doña Eduviges! Ni lo mencione aquí en la Iglesia.
Las dos mujeres se persignaron con rapidez.
Cuando miré hacia atrás, vi a María sentada en la última fila. Estaba sola.
La misa terminó sin que me diera cuenta. La iglesia estaba frente a la plaza, que ya empezaba a llenarse de gente y de puestos con sus mantas rosas desteñidas bailoteando entre palos y alambres.
Los hombres escapaban hacía las cantinas aprovechando que sus mujeres fingían no darse cuenta.
De regreso a casa, vi que María caminaba delante de nosotros y sin pensarlo dos veces, atraje a mi madre hacia mí.
—Mira mamá, ella es María y es puta —le susurré.
Mi madre se quedó allí parada, observándome con los ojos más grandes que le conocí; me tomó de la mano y seguimos caminando entre las nubecitas de polvo que se formaban bajo nuestros pies.
—Mamá, ¿qué es una puta?
No me contestó, pero empezó a caminar más deprisa.
El lunes fuimos a la tienda. Mientras compraba, mi madre preguntó, tratando de no sonar demasiado interesada:
—Don Sebastián, ¿quién es María?
Él dejó lo que estaba haciendo, miró a mi madre y le dijo:
—Ya le llegó el chisme. Mire, aquí se rumoran muchas cosas. Lo que sea de cada quien, la María está muy chula y le sobraban pretendientes. Uno de ellos era Tomás, un muchacho que la quería de veras, ella no le decía que sí, pero tampoco que no, nomás le sacaba la vuelta. Un día, Tomás se la robó y ella se fue con él, muy desentendida; pero el pobre descubrió que ella ya traía la semilla de otro suelta y la devolvió.
En eso salió la esposa de Don Sebas.
—Tú siempre la defiendes. Aquí todos los viejos libidinos como tú la defienden, Mire señora —le dijo a mi madre— la mocosa es una güila. A mi marido de seguro le coquetea y por eso, él cambia las cosas: resulta que no sólo estaba preñada, sino que el niño era de varios, cuando el pobre Tomasito la devolvió sin decir nada, ella se sacó al hijo y lo mató. ¡Ah! Porque encima de todo, también hace brujería.
Mi madre la miró tratando de detenerla, pero doña Fina continuó, mirándome a mí con sus enormes ojos de vaca rematados con pestañas lacias, lacias.
—¡Nombre!, si está bien que ella sepa, así no se le va a acercar —dijo señalándome— Porque ¿sabe? lo güila se pega. Bueno, pues resulta que poquito después, a Tomás lo mataron a machetazos en un baile, de seguro que ésa le hizo algo, porque cuando fuimos a llorar al pobre muchacho, se arrimaron al panteón un resto de mariposas negras que anduvieron en el cementerio como tres días…
Mi madre murmuró algo entre dientes, dio las gracias y salimos apresuradas.
—Tú no oíste nada —me dijo.
Los días pasaron y yo seguía sin entender; cuando podía, me escapaba a la tienda para escuchar algo.
Una tarde, cuando estaba con don Sebas sin que mi mamá supiera, María se asomó.
—¿Se puede?
—Pásale, mi vieja anda allá atrás.
Llevaba una jarra que don Sebas le llenó de leche.
—¿Cuánto le falta a tu chamaco?
—Nomás dos meses —dijo mirando su estómago.
—Ojalá y ora éste sí se te logre…
En eso entró a la tienda doña Fina, cuando vio a María parada frente al mostrador, empezó a gritar:
—¡Saca de aquí a esa mugre puta!
María se quedó como clavada en el suelo, después soltó la jarra, que quedó deshecha en un charco de vidrios blancos; salió de la tienda y se alejó muy despacio, sin mirarnos.
Mientras doña Fina seguía gritando, yo salí corriendo tras María; la seguí durante una parte del trayecto sin decir nada, hasta que me atreví:
—¡Oye! ¿qué hiciste?
Ella me miró con unos ojos muy tristes, como de tierra seca y cansada.
—Tiré la leche —me respondió.
Y se alejó caminando despacio, entre los perros huesudos que buscaban entre las piedras algo que masticar.