Ensayo

Sueño doméstico

Pienso en todas las casas que me han albergado y en la suma de sus cuatro techos divididos todos entre doce personas diferentes y bajo diversos tiempos. Pienso en las casas que he encerrado en un llavero de bolsillo (en una foto en miniatura) y pienso en las que me han encerrado –con un gesto simultáneo de asfixia y refugio– entre memorias específicas: las veces que el frío “llegaba hasta los huesos” y el cielo presumía su libertad por toda la calle; el día en que en plena persecución diurna, estuve a punto de ser asaltada; cuando buscaba un sitio para dos perdidos de la noche, estando frente a frente en un arranque de satisfacción. Casas arrendadas, la casa de mis padres, casas cuasicolectivas compartidas entre amigos, la casa de foráneos.


Una vez que dormí en una gasolinera, me puse a crear un sueño de filo doble; sueño que ahora me muerde con desasosiego y siembra el que será mi anhelo sepultado en las paredes laborales por el resto de mi vida: la posibilidad de comprarme una casa. Los ideales se me suben a la cabeza y la imaginación explota muchas veces: quiero una casa de dos pisos, habitaciones con techos altos, un amplio jardín y ventanas de grandes dimensiones. Es verdad que cada vez que cumplo años, acoto mi inocente deseo: a lo mejor podría tener un modesto y elegante jardín; quizá mi altura no requiera de techos a escaladas caprichosas; y como sé que cualquier hombre anciano promedio acaba por trasladar su dormitorio a la planta baja de su casa, me termino convenciendo a mí misma de que es mejor optar por la practicidad que dicta la ley natural de la vida.


A mis 21 años, difícilmente puedo imaginar con claridad una casa propia, más bien pienso en una serie de paredes que delimitan un espacio estructurado. Aunque ahora el deseo se ha vuelto nuboso, igualmente vuelve de vez en cuando en una disuelta delimitación topográfica. ¿Cómo logro discernir entre los borrosos espacios impresos por viejos recuerdos y sitios visitados de la infancia, y los espacios mezclados con lo que queda de la imagen de mi casa soñada? Aunque casi nunca tengo en mi mente la claridad de cosas que debo hacer en el futuro lejano o durante la siguiente semana, debo decir que mi negocio con la mente ante este sueño se posa a través de las ventanas de la casa, específicamente, a través de una sola ventana: la de la cocina que es el corazón de la morada.


Lejos de pensar en alféizares, claraboyas o celosías, me gustaría que la casa de mis sueños tuviera una modesta ventana que desde la cocina tendiera un arco de luz hacia la calle, como quien tiende la mano en pos de la misericordia. De esta manera, la cocina, plena de olores y vapores, “cálida y nutricia”, tendría una vida diferente al resto de las silenciosas e insípidas habitaciones, e incluso, al resto de las cocinas que usualmente no abren su corazón tan de lleno en la vía pública: hay amantes que se esconden cuando no están en el lugar adecuado, a la ensombrecida hora pactada; hay también silentes palabras que renacen de la boca de un mendigo.


La cartografía de mi casa tendría un haz con doble norte: sería íntima y pública al mismo tiempo. La ventana sería sol y cada esquina sería cocina porque en ella se formaría un umbral-espejo gracias a la luz de esa ventana. Entonces lo mismo me daría tener una casa “a medias”, una excavación dejada con los años. No me preocuparía por cambiar constantemente de dirección, de domicilio; por las grietas que se formen, los espacios en blanco o los muros derruidos que llamarían a muchos perros amistosos y que lograrían que mi casa esté rodeada por un follaje inmenso de rumores. La cocina sería mi amparo.

Hoy duermo otra vez en una gasolinera y me pongo nuevamente a soñar… Y cuando tenga una casa que desde la ventana, que desde la cocina mire a la calle, me sentaré a cantar las cosas que se cantan mientras se hornea. Contaré palabras al limpiar lentejas y pondré los frijoles a madurar su cubierta pálida con el calor del sol. Y cuando alguien pase por mi calle y se asomé por mi ventana, lo invitaré desde este distanciado sitio para que entre y conozca mi cocina, y para que juntos le hagamos compañía al exprimidor de naranjas o al refrigerador o a la estufa y nos pongamos así, a recitar desde nuestras distancias, poemas cantados por A. E. Quintero: “Tengo miedo de olvidarte a secas; así / sencillamente / como quien busca una silla y una ventana / y no recuerda para qué”.


Mariana del Vergel
(Aguascalientes, 1998) Egresada de la carrera de Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato. Fundadora del Encuentro Nacional de Revistas Literarias (ENAREL) y coordinadora del primer Encuentro Nacional de Mujeres Poetas Jóvenes. Ha publicado sus poemas y ensayos en diversas revistas literarias como Punto de Partida, Revista Feminismo/s, Campos de Plumas y en Liberoamerica. Obtuvo la beca para el Curso de Creación Literaria para Jóvenes de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2021. Actualmente es becaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Guanajuato 2021. Es directora editorial de la revista de creación y crítica literaria Los Demonios y los Días.

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