En Guanajuato y 2019
(a la manera de Lezama Lima)
Querido David Huerta:
Qué bueno que no te gusta escribir por Whatsapp (otra coincidencia espiritual), qué malo que una vez más extravié la dirección “física” de tu casa en CDMX (en la metafísica sigues sin recibir correspondencia) y qué salvación que nos queda la vía del correo electrónico para cartearnos, pues sin esa triple circunstancia no te estaría escribiendo este e-milio.
Apenas han pasado unas semanas de tu visita a Guanajuato para la donación de algunos de tus libros y ya son de nuevo grandes las ganas de conversar contigo. De ahí que te escriba ésta, con dos propósitos: celebrar por escrito los buenos momentos vividos durante tu estancia aquí, y lamentar (a manera de recordatorio) los que ya no alcanzamos a convocar, por la brevedad de tu paso por el pueblo.
Comienzo con el registro de los momentos faustos, esos que parecen ocurrir para que uno los recuerde luego, para sublimar su sustancia en memoria, en anécdota.
El primero ocurrió cuando recién habías llegado a tu hotel en la ciudad (sé que te alegró que se llamara “Cuévano” y tuviera en la recepción un gran retrato de Ibargüengoitia, santo de las devociones familiares) y enseguida salimos a vagabundear para conversar y hacer hambre. Lo primero que decidimos fue dejar en tu habitación las mochilas y el paraguas y media hora más tarde —como efecto predecible— nos humilló un chaparrón en plena Plaza de la Paz, en donde, como artístico desquite, hicimos empapados el elogio de don Jesús F. Contreras, otro manco: Malgré tout!
Pasamos luego a tomar un té y la carta del lugar nos dio por lo menos tres ocasiones para el pasmo idiomático; vimos ahí bebidas que se llamaban “Eternidad inmaculada”, “Frascos de viuda”, “Antorcha de oro” y cosas por el estilo; no nos atrevimos a probarlas, pero sí a buscar la genealogía de esos nombres en la poesía de Garcilaso y Góngora.
Ya secos, vino luego la hora de cenar y se sentaron con nosotros a la mesa dos pintores cuya presencia no podía parecer más incongruente: Manuel Leal, quien no sin gracia dibujó su Comedia Humana para instalar su efigie en ella, y Francisco Toledo, de quien estando ahí, en medio de una doble orden de guacamole, nos anunciaron su muerte: quel giorno piú non vi leggemo avante…
Al día siguiente, el fantasma de Toledo decidió acompañarnos en nuestras andanzas: “Toledo encogido o tendido cuan largo es, sentado, vestido o desnudo (…) las plantas de sus pies recubiertas de oro (…), esos mismos pies calzados con huaraches pisando un suelo áureo”. Toledo transfigurado “en un insecto mágico”; Toledo “en el caparazón de un cangrejo”, Toledo “convertido en un pulpo” (las entrecomilladas son palabras tuyas). Seguro que fue él y no nosotros quien convocó el aluvión de miradas torvas y alegres, festivos saludos, coqueteos descarados y abrazos asfixiantes que recibimos esa mañana de viernes.
Quizá recuerdes también esto: en un momento me pediste que fuéramos a la plazuela de San Fernando y ya estando ahí me hiciste una pregunta parecida a ésta: “¿Significa algo visitar los lugares en los que estuvimos algún día y fuimos felices, cuando ocurre que se han muerto las personas con quienes compartimos entonces conversación, sol, vientos, cervezas y sonrisas?”. No supe responder ni sabría hacerlo ahora, pero creo que te gustó visitar ese lugar y detenerte bajo exactamente el mismo fresno en que una tarde de 1978 se detuvo a cubrirse del sol y a firmar libros tu padre, Efraín Huerta, teniendo cerca de sí a Rafael Solana (su amigo de seis décadas), a Esteban Escárcega (quien hizo de su voz desde que “El Cocodrilo” la perdió, o más bien se la quitaron: el cáncer y un cirujano), a un grupo de chicas guapas y a ti mismo, con pantalones acampanados, chamarra de mezclilla, lentes de pasta, barba y cabellera largas. Durante cinco minutos estuvimos ahí, oliendo o presintiendo eso que en un poema casi nuevo tú llamas “el dulce guijarro de las resurrecciones”.
Más tarde, ya en la tarde, cumpliste con el ritual previsto de la donación, durante el cual —por una rara excepción— se pronunciaron dos o tres discursos en los que no estuvo ausente la poesía y el cariño auténtico, como tampoco escaseó la poesía en tu clase sobre don Francisco de Quevedo, como tampoco en la mesa de café donde un joven meridano nos dijo el verso de Juan Bañuelos que esa misma mañana utilizó para decirle su amor a cierta amiga imprevista y una joven historiadora nos confesó su amor a Edmundo O’Gorman, como ¡menos! en la mesa de casa donde un pescado nos engulló (él a nosotros): “el ulises salmón de los regresos”.
Y como los recuerdos podrían alargarse sin fin, enlisto ahora los lamentos, puestos aquí (ya te decía) como recordatorios:
-Me quedé sin mostrarte un ejemplar de la Revista de la Universidad de Guanajuato de abril de 1970 en el que se publicaron seis poemas tuyos, como parte de una selección de jóvenes escritores que incluyó también a Mariano Flores Castro, Alejandro Patiño y Mario del Valle, en calidad de “poetas que se distinguieron durante el año 1969”, según se lee en la nota introductoria. Han transcurrido 49 años desde ese entonces en que tenías 20 y ningún libro publicado (faltaba un par de años para que la UNAM imprimiera el primero: El jardín de la luz); ahora, circulan con tu firma más de veinte y la compilación que reúne los editados hasta 2011 tiene 1,099 páginas. Y, claro, la estadística no ha imperado nunca sobre la literatura: Ramón de Campoamor y Amado Nervo publicaron otros tantos y ya nadie los lee, por razones fundadas en un caso y dudosas en el otro (tú disculparás los ejemplos). Lo fascinante es descubrir que ya estaban entonces en tus poemas las presencias tutelares de Eliot y Borges, los territorios urbanos y del sueño. Y, a cada paso, las imágenes sustantivas: “dagas, puñales soberbios / afilados / en la herrería de la luz”
-Me quedé sin presentarte a unos alumnos de Valenciana que te habrían hecho recordar a tus mejores de la UNAM y la UACM: lectores dedicados, perspicaces y en varios idiomas. Andan haciendo una revista llamada El Gallo Galante (la doble mayúscula supongo que da idea de su arrojo); valdría la pena que un día les dieras alguna primicia que viniera a reabrir el ciclo de las publicadas aquí hace medio siglo.
-Me quedé sin mostrarte mis ejemplares deshojados de La música de lo que pasa (CNCA, 1997) y de Hacia la superficie (filodecaballos, 2002), el uno a causa de tanto empeñarme en entender —ay, sin éxito— cómo la poesía puede cifrarse en el título del poema que lo inaugura (“Sharp as a razor blade”: “Básteme pedirle / al curioso lector / que traduzca y entienda”), y el otro para cumplir el ritual periódico de releer “El fumador” y recitar cierto terceto sin pasar los ojos por encima de él: “Recogía piedras en las calles nocturnas y las juntaba / en una repisa de mi librero apenas leía los libros / pero naturalmente adivinaron leía las piedras”, el cual entre otras cosas es una lección magistral sobre la inutilidad de la puntuación.
-Me quedé sin llevarte al altar en que se ha convertido la repisa del librero que ocupan los dieciséis tomos de “La canción de la Tierra”. Todos me los has regalado tú y en todos tuvo algo que ver Guillermo Fernández, el poeta asesinado, quien ya cumple siete años de impunidad y tendría 87 de vida.
Y bueno, aquí corto el Nilo de esta carta que, como aquél, comienza a enrarecerse, a adquirir la temperatura de un caldo y a llenarse de cadáveres sagrados. Aparte (cosas de mi neurosis), me ha entrado la sospecha de que tengo jaqueada la computadora donde la escribo y, en un descuido, podría acabar impresa en las páginas de una revista famosa o desconocida.
Espero no haber cometido demasiadas indiscreciones y también tu respuesta. Saludos a Verónica y al gato y, para el trío, un trío de abrazos “doble ancho” míos y de Lilia. Nos vemos en noviembre en Guadalajara.
Carlos Ulises Mata
David Huerta en Tepoztlán (2018) Fotografía por Alejandro Arras.
Carlos Ulises Mata
(Guanajuato, 1970) En 2001 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas con su libro La poesía de Eduardo Lizalde. Ensayos suyos han aparecido en las revistas Biblioteca de México, Crítica, Nexos, Confabulario, Laberinto y en los libros colectivos dedicados a Gabriel Zaid, José Lezama Lima y Eduardo Lizalde. En 2014 editó y anotó El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta (FCE), y en 2017, la poesía reunida de Margarita Villaseñor (Ediciones La Rana/UG, 2017).