[…] es la reflexión sobre todo lo perdido lo que nos permite tomar en consideración aquello que todavía conservamos y lo mucho que tenemos que perder. Y estamos dispuestos a perderlo porque ya casi nada nos pertenece; casi nada, salvo esa facultad inquebrantable para la reflexión sobre la pérdida.
“Reflexión sobre la pérdida”, Antoní Mari
Un domingo 26 de enero de 2014, Laura Emilia Pacheco informaba a los medios de comunicación que su padre había muerto de un paro cardiorrespiratorio. Había terminado de escribir su Inventario, dedicado a su gran amigo Juan Gelman, “hizo lo que hacía todas las noches, se acostaba a dormir y ya no despertó”, dijo Laura Emilia entre lágrimas. Fue un triste y miserable domingo. Como suelen ser los domingos: miserables, grises.
El 30 de junio de 2019, José Emilio Pacheco debía cumplir 80 años. Y aquella noche del 2014, luego de que anunciaran que había muerto, escribí los párrafos que a continuación el lector encontrará. Los he desempolvado luego de que los editores de El Gallo Galante me pidieron que escribiera algo sobre los 80 años del autor de Tarde o temprano. Debo reconocer, con mucho pudor, que volver a leerlos hizo que me volviera a pasar por el corazón lo dolorosa que fue su muerte, pero también, me ha vuelto a pasar por el corazón “el momento de la rosa y el momento del ciprés”, para decirlo con su traducción de un par de versos de “Little Gidding” de los Four Quartets en la bellísima edición publicada en 2017 por El Colegio Nacional y Era.
Cómo llega uno a querer tanto a una persona por los poemas que ha escrito. Cómo llega uno a llorar, por la noticia de la muerte de alguien lejano, alguien con quien cruzó dos o tres palabras.
He perdido a mi maestro.
Recuerdo haber escuchado, por teléfono, a una querida amiga, llorar inconsolablemente cuando murió su maestro. No debería estar escribiendo estas cosas, no debería contar estas experiencias que no son mías. Pero ahora lo entiendo. El llanto era la reacción natural. Ella había perdido a su maestro.
Y es que estas pérdidas duelen, duelen en lo hondo, duelen con más intensidad en algunos momentos, en ciertos momentos; más bien, duelen más ahora que Pacheco no está en este mundo y me sorprendo mencionando su nombre. No debería decir que me sorprendo, sino que me hago consciente de que lo pronuncio cuando él ya no está en este mundo. Y pronunciarlo se vuelve doloroso luego de recordar que murió. Con las palabras convocamos a la muerte.
Él me lo enseñó todo. Él me enseñó el nombre profundo de las cosas, el nombre profundo del mar, y me enseñó a amarlo, a regresar a ese pedazo de mar, el de Veracruz, porque también me mostró que uno puede tenerlo metido tan dentro, como en el torrente de la sangre. Él me enseñó a nombrar las cosas. Él me mostró cómo nombrar el horror, la persecución, la matanza, la guerra, la muerte, la agonía. Pero también me mostró que era necesario nombrar la vida, el amor, la poesía, “el momento de la rosa y el momento del ciprés”. Y decir, casi así: “mejor que el vino tus amores, porque reservo mis ansias para las horas que paso contigo”. Decir amor, decir poesía, decir vida. Él me enseñó a amar los daguerrotipos, que siempre es mejor un daguerrotipo, algo viejo, usado, algo que quizá ya no gusta.
Y me enseñó otras cosas. Me enseñó la puerta que me condujo a la poesía de T.S. Eliot, Cavafis, Quevedo, Lowry, Beckett, José Carlos Becerra, Luis Cardoza y Aragón, Seferis, Auden, Eugenio de Montale, Borges, Arquíloco, Tzara, Baudelaire, Rimbaud. Me condujo a la poderosa poesía de William Carlos Williams, de John Done, Novalis, Nerval, Calímaco y Lucilo. Leónidas y Safo. Me mostró a Hölderlin, a Goethe.
Él me enseñó que quien se va no vuelve, aunque regrese. Me enseñó el nombre de las aves, la edad de los pinos inconsolables. Me mostró la hora en que suben y bajan las mareas. Me enseñó que lo realmente terrible de las sirenas es que éstas no existan. Me enseñó que sin el esfuerzo inútil la vida sería de piedra. Él me enseñó que sin importar las condiciones, lo que importa es el intento, y que lo demás no es asunto nuestro. Me enseñó que entre la cosa y la palabra, cae la sombra. Me enseñó que el viento es otra vez la libertad. Me enseñó que el mar no tiene dioses.
Él me lo enseñó todo.
Y he perdido a mi maestro.
Todo poema es un gran darse cuenta. Porque la vida pasa, como se dice, casi sin que nos demos cuenta. Y ahí borda el verso, ahí construye la palabra poética. Los poemas de José Emilio Pacheco, me parece, permiten que nos demos cuenta de que nada dura, de que nada durará, y eso es terrible, atroz. Pero también, en ese trance feroz, podemos caer en cuenta de lo dulce e hilarante que resultan, “el momento de la rosa o el momento del ciprés”.
En “III. Sobre las olas”, un poema en homenaje a Juventino Rosas, de El silencio de la luna (1985-1996), escribe Pacheco:
ALABANZA
En silencio la rosa habla de ti.
Esas dos líneas son una muestra de lo poderosa poesía de Pacheco. En primer lugar, porque convoca diversos elementos de la tradición literaria: el silencio, la rosa, el habla que busca ser la poesía, la alabanza o el elogio como una expresión de encomio o como panegírico. Por otra parte, porque, mediante esa brevedad, se abre brecha hacia las antípodas de lo sucinto, de lo breve; es decir: la infinitud, la plétora. Así se pone de manifiesto, me parece, en la reunión de los opuestos “silencio” y “habla”, de tal suerte que ambos, al unísono, parecen permearlo todo. “Yo escribía silencios”, apunta el enfant terrible, Arthur Rimbaud. Así lo explica José Ángel Valente en “Notas para una entrevista (1980)”: “Es curioso lo que nos hace hablar el silencio. Lo cual quiere decir que la impulsión de la palabra vendría del silencio, no de la locuacidad. La palabra poética nace de la interioridad. Es palabra y silencio a la vez. Aparece como invitación a interiores cámaras silenciosas. La hondura de la palabra poética es la hondura de los silencios a que nos asoma”.
Antes de la palabra, en el silencio, está contenido todo, como potencia. En el verso de Pacheco eso es lo que “la rosa habla de ti”. Y es, justo, la posibilidad, la potencia de todo que habita en el silencio, en donde descuella, creo, la dulzura, lo hilarante, en la posibilidad de nombrar los elementos de la noche, el reposo del fuego, en no preguntarse cómo pasa el tiempo, en nombrar las islas a la deriva, los trabajos del mar, en mirar la tierra, en hacer de la memoria una ciudad, en nombrar el silencio de la luna, la arena errante, en ser como la lluvia, en suma: la afirmación de la vida.
Y la natural contracara de la vida es, también, una de las predilecciones y obsesiones del también autor de Las batallas en el desierto (1981).
José Emilio Pacheco era –sigue siendo– un insuperable conversador con los muertos. Su idea de conversación literaria consiste en, cual hurraca ladrona, robar la joya, la piedra más preciada de la obra de los poetas y pensadores que fueron sus maestros, para llevarlos a su propio nido, a su propio poema. Es copiosa la apropiación, reelaboración y puesta en circulación de momentos de la obra de Ramón López Velarde, Federico García Lorca, Luis Cardoza y Aragón, por mencionar a sólo tres, con quienes Pacheco conversa en Tarde o temprano, el libro que reúne su obra escrita en verso desde 1958 a 2009.
Los Inventarios, publicados en una antología de tres tomos en 2017, descubren esa predilección por la conversación entre los muertos. En el apartado dedicado a los años 1979 y 1980, aparecen los inventarios “Diálogo de los muertos” (donde Pacheco hace conversar ni más ni menos que a Guillermo Prieto y a Ignacio Ramírez, “El Nigromante”) y “Amado Nervo y Ramón López Velarde: Diálogo de los muertos”. En las dos crónicas concurren dos de las grandes pasiones de Pacheco: el ya señalado diálogo con los muertos y los escritores mexicanos del siglo XIX.
“Caverna” de Islas a la deriva, escrito entre 1973 y 1975, inicia con la siguiente tirada de versos:
Es verdad que los muertos tampoco duran.
Ni siquiera la muerte permanece.
Todo vuelve a ser polvo (172).
Y quizá es verdad, quizá ni siquiera la muerte de Pacheco permanece, todo se hace polvo casi sin darnos cuenta.
Fotografía de Rogelio Cuéllar
Asunción Rangel
(Aguascalientes, 1981) Profesora del Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato, donde imparte cursos de poesía latinoamericana, teoría poética y literatura mexicana contemporánea. Doctora en Letras Mexicanas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde enero del 2013. Integrante del Cuerpo Académico Estudios de poética y crítica literaria hispanoamericana (Universidad de Guanajuato). Coordinó el libro Zurita. Una cartografía poética (UG, 2018). Es autora de los libros La pulsión por el viaje de José Emilio Pacheco: su periplo al romanticismo (Universidad de Guanajuato, 2013), Pacheco (UG/CONACULTA, 2013) y Escritores viajeros. El nomadismo como poética (UANL, 2021)