Epistolario

Carta a sor Juana Inés de la Cruz

Muy ilustre Madre Juana Inés de la Cruz:

Vuestra merced no me conoce y no hay forma en que lo haga; esta carta, sin embargo, es sincero simulacro de que en verdad me lee, y sólo por la imaginación estas palabras llegarán a V.md. Pero, en fin, Madre, que esto no es impedimento para escribirle desde lo más profundo de mi corazón: ya lo dije antes, no me conoce, pero yo sí le conozco, Señora, y es para mí el gusto más grande que la Literatura me ha dado. Escribo en un tiempo distinto al suyo, y me acerco a V.md. por contarle un poco de estos cambios. Mas, antes de comenzar, debo decir también que nuestra lengua castellana no es la misma: si viviera todavía (¡dichoso pensamiento!), le trataría de distinto modo, y más aún cuando me parece V.md. tan cercana y familiar; pero, por no ofenderle ni extrañarle demasiado (ya que, en fin, no me conoce), escribo apegándome a los usos y costumbres del tiempo en que vivió, o al menos eso es lo que pretendo.  Si algo no entendiese, ruego me disculpe y supla su intelecto lo que yo dejare hueco.

Estas palabras que redacto no aparecen trazadas en papel alguno. Ni mi mano ni mi pluma dibujaron los caracteres con que me lee. No es esto un enigma que resolver, es una realidad para mí tan cercana y tan distante para V.md. Funesto debió ser aquel diecisiete de abril de 1695 en que expiró su último aliento: por aquel «natural tan blando y tan afable» que Dios puso en V.md., atender a sus hermanas de velo hubo de traerle dicha y gozo como también enfermedad y muerte. Qué pérdida más grande sufrió el mundo aquel día.  De eso hace ya poco más de 324 años: largos siglos en que el mundo ha cambiado tremendamente, largos siglos en que las palabras de V.md. han sobrevivido y sobrepasado las pruebas del tiempo. Hoy, a pesar de la distancia, su obra vive en miles de lectores que hallan consuelo y compañía en sus más sentidos versos. Los mares de tinta que sus escritos y figura han suscitado son tan vastos como aquellos por donde navegaron, por vez primera y por amoroso mandato, los manuscritos suyos, encaminados a las prensas por la generosidad y la honda estimación de la Condesa de Paredes. Y no sólo aquellos de habla hispana han leído y estudiado su trabajo, sino también numerosos interesados de distintas latitudes profundamente admirados por V.md., Mexicana Fénix.  Traerle estas noticias me llena de contento, aunque, a decir verdad, no sé cómo reaccionaría ante tales hechos: quizá con sorpresa, quizá con alegría, quizá con un poco de humilde recato.

Hay, sin embargo, algo que sé que alegrará a V.md. más que otra cosa que pudiera narrarle: miles de mujeres transitan hoy por las aulas de las universidades, tantas que son más que los hombres que desde siempre y por atroz privilegio hemos gozado únicamente del acceso al conocimiento y al pensamiento. Hoy, Madre, no tendría que mudarse el traje para aparentar ser hombre y así ingresar en la Universidad. Hoy, y en verdad me alegro por que lo sepa, podría asistir a las aulas y a las cátedras de ilustrísimas doctoras y doctores. Seguramente V.md. misma alcanzaría los más altos lauros y de la manera más sobresaliente, y, del mismo modo, impartiría clases con la más rigurosa exigencia y con la más humilde disposición, como hacen en la actualidad mujeres brillantísimas. Y probablemente lo haría desde su querido convento de San Jerónimo, pues hoy en día ha pasado a ser una universidad que lleva como bandera su ilustre nombre: la Universidad del Claustro de Sor Juana. Y es más, Señora, puesto que debo, como tantos incontables hombres, una mayor parte de lo que sé y lo que he logrado a doctas mujeres como V.md. Sé que disfrutaría enormemente del contacto con mentes como la suya; dondequiera que se encuentre, regocíjese porque una mujer tan instruida ya no es una rara avis in terra. V.md. atesoraba el conocimiento, pero jamás para ponerlo en un cofre cerrado y alejado de la gente: su pluma deja entrever todo el tiempo el amplio cúmulo de saberes que las lecturas le proporcionaron.

No obstante, por mucho que me alegre contarle estos avances que en verdad suscitan una sonrisa de contento, temo que no todo es tan grato como parece. Incluso hoy, después de tantos años de que V.md. pisara esta tierra, sigue habiendo hombres más que inhumanos que no logran identificarse en las mujeres: hombres que no reconocen la humanidad en la mitad del género humano, hombres que menosprecian, acosan, violan y matan a mujeres sólo por ser mujeres. Escribirle esto me duele doblemente; duele, por un lado, porque lo lea V.md. y, por el otro, porque reconocerlo no podría ser menos que lacerante, pero no puedo en modo alguno ignorarlo. Por estas atrocidades e injusticias, miles y miles de mujeres han salido a las calles para hacer escuchar su voz, son cada vez más y el cambio se siente en el aire. Todavía hay tanto por hacer, tanto mal que erradicar, pero los esfuerzos han logrado tanto que la esperanza es formidable y crece día con día. De estar aquí V.md., su pluma y su voz sin duda apoyarían esta causa; ya lo hicieron, a su propio modo, siglos atrás.

En fin, los escritos en estos mis tiempos tienden cada vez más hacia lo breve. Es por ello que no me queda mucho espacio para conversar con V.md. Lo cierto es que ningún papel, por extenso que fuera, bastaría para escribirle todo lo que deseo. V.md. ha cambiado y dirigido mi vida, no puedo ver el mundo sino a través de sus palabras y pensamientos, y no puedo más que aprender de V.md., aprender con gran humildad y conciencia. Al leer todo cuanto escribió, me doy cuenta de lo prolongado (más bien infinito) que es el camino al saber. Desde que le «rayó la primera luz de la razón», dedicó extensas horas al estudio, ya en los libros o ya en cualquier cosa que vieran sus ojos. El camino para tanta ciencia fue largo, larguísimo, y no de un día para otro. Fue, sin duda, fruto del esfuerzo que puso con vehemencia en las letras. Ya hiciera falta recordar a tantas personas tan doctas que nadie nace sabiendo, ni siquiera V.md., Musa Décima por quien la misma fuente Castalia se derrama; nadie, en efecto, conoce todo cuanto hay en el mundo, pero todos, con una amable dirección adecuada, pueden iniciar el extenso pero dulce camino hacia el conocimiento. Para ello hay tantas puertas como maestros y guías; afortunadamente yo conté con su orientación desde temprana edad y ello me ha traído a ser quien soy.

V.md., Señora y Madre mía, si me permitiese este cariñoso posesivo, no me conoce y son infranqueables los obstáculos por que nuestro encuentro se propicie, (lo repito nuevamente por ver si así lo creo), pero la obra suya vive y deja semillas en todo aquel dispuesto a escuchar. Yo lo estuve y ahora vive en mí esa semilla; vive ya a modo de frondoso árbol bien arraigado, que, vengan vientos o tormentas, permanecerá estable y sosteniéndome.  Agradezco a V.md. este para mí «tan excesivo como no esperado favor», pues sin él nada de lo que hago tendría sentido.

Me despido, pues, en este lejano día que conmemora su natalicio, desde la Ciudad de Guanajuato, a duodécimo día del mes de noviembre de dos mil diecinueve. B. S. M. su más agradecido

Javier Paláu Hernández 

Retrato de sor Juana Inés de la Cruz, Miguel Cabrera (circa 1750).


Javier Paláu Hernández
(San Luis Potosí, 1998) Estudiante de la Licenciatura en Letras Españolas en la Universidad de Guanajuato, es cocreador y editor de la revista El Gallo Galante. Sus poemas han sido publicados en revistas como Los Demonios y los Días, Buenos Aires poetry, Campos de plumas, Cardenal, entre otras. Actualmente escribe su tesis de grado sobre las Letras de san Bernardo, de sor Juana Inés de la Cruz.

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