A mí me da rabia que siempre los vecinos del apartamento de al lado llaman a la policía para que yo quite mi música, como si yo se la llamara para que les apagara el fogón cuando se ponen a hacer su changua que huele a perro mojado, o para que le den a su hijo un poquito de paico para que bote el parasito que lo tiene barrigón y con los ojos claritos. Todo porque no soy de acá, me la tienen montada, porque soy negrito y pongo mi musiquita sabrosona mientras estoy en mi casa. En la noche para que no molesten tanto la pongo suavecita, pero ellos joden mucho y siempre me toca hablar con la policía para que me dejen tranquilo.
Yo no pongo la música a ese volumen para joder a ninguno, porque esa nunca ha sido mi intención, se los juro, pero es que yo le tengo miedo al silencio, no es por pendejadas, ni mucho menos. Lo que pasa es que desde que estaba chiquito me di cuenta de algo. Cuando llega el silencio, llega la muerte. Apenas estaba aprendiendo a manejar bicicleta cuando me di cuenta. Todos los días por el frente de mi casa pasaban un par de señoras vestidas de colores vivos, hablando duro saludaban a todo el mundo, después entraban al hospital y salían al rato parloteando. Una tarde pasaron calladas, no saludaron a nadie, entraron al hospital. En la noche salió una sola llorando. Le pregunté a mi mamá porque la señora lloraba, me dijo que porque su hermana había muerto y apagó el radio que estaba en la sala.
Al día siguiente el pueblo amaneció callado, los radios de las casas no sonaron y los pájaros solamente miraban desde los cables de la luz cómo la gente andaba en las calles hablando pasito, dándose cita para el sepelio de doña Carmen. La gente andaba vestida de negro o blanco. Los días del novenario, la gente estaba callada y yo pensaba que eso era temporal, pero a los días se murió el señor Rufo y el silencio parecía que se había quedado en el pueblo. La música era cosa del pasado. La siguiente semana le tocó a la señora Eulalia, que vivía la vuelta de la casa. La gente empezó a decir que se estaban muriendo los viejos, porque habían enterrado a un muerto al revés, pero yo estaba sospechando que todo ocurría porque estábamos en silencio y así le gustaba a la muerte.
Esa tarde me fui a mi cuarto, cogí un radio, lo escondí detrás de la puerta y puse a sonar unas canciones. En los siguientes días dejaron de morirse los viejos y en las esquinas empezaron a poner de nuevo los equipos, en algunos ponían champeta, en otros ponían vallenatos, la gente otra vez usaba ropas de colores y hablaban duro.
Un día cuando yo pensé que tenía todo controlado mientras estaba en el colegio, en la mitad de un examen, se fue la luz; los equipos de sonido se apagaron y nosotros no podíamos hablar, pegó un silencio duro en el que ni los pájaros cantaron porque estaban sofocados por el calor del medio día. Yo estaba tranquilo porque mi radio seguía detrás de la puerta, pero cuando llegué a mi casa encontré a mi mamá llorando, me abrazo y me dijo que el abuelo había muerto; fui a mi cuarto y encontré mi radio en silencio, confirmando que tenía razón.
Foto por Nicholas Githiri de Pexels
Nelson David Navarro Díaz
(Astrea, 1996) Finalista del concurso de cuento corto para esperas largas (2017); ganador del concurso de cuento el Brasil de los sueños (2018) y catador asiduo de patacones. Ha publicado en revistas literarias como Owen (Venezuela, 2018), Un Vistazo (México, 2018), Letras sin Decencia (Bogotá, 2018), Revista Digital de Artistas (Argentina 2018) y en la antología de narradores Cuentemás (Medellín, 2018).