Epistolario

Carta a Nellie Campobello

Ciudad de México a 21 de octubre de 2020

Maestra Nellie Campobello,


Hoy llovió mucho y, cuando el cielo se despejó, vi a una mariposa revolotear en el patio del
departamento hasta desaparecer entre las hojas de una palma robelina; me imaginé el día en el
que usted fue mariposa.


Quiero platicarle que, poco antes de que tuviéramos que encerrarnos por la pandemia,
visité una cafetería cerca del Monumento a la Revolución; cuando el sol se ponía, pedí un latte
para llevar y caminé sobre Avenida Juárez hasta el Palacio de Bellas Artes con Cartucho en la
mano, como una suerte de homenaje a usted.


Ahora, mientras le escribo esta carta sentado junto a la ventana bajo el cielo que se
despeja, desearía reír con él, pelear con los árboles, brincar arroyos y peñas, posar mis dedos
sobre las nubes, besar al sol y pedir perdón a las estrellas; desearía poder salir al campo y
caminar por el mundo tan alegre y pintoresco que con sus ojos de veinte años conoció. Sus
primeros versos (Francisca Yo!, de los que reconoce las imágenes a las que hago alusión),
sonrisas de su alma, tan llenos de luz y optimismo –como lo apreció el mismo Dr. Atl– me han
alegrado en 2020 como usted quiso que se alegrara su hermana Gloriecita en 1929; también me
han hecho entender, en estos días de separación y encierro, que hoy van de la mano / la flor
tristeza / la flor amor / y la flor alegría.


Por supuesto, leerla no me ha sido posible sin pensar también en su historia como
bailarina. Cuando el Dr. Atl introdujo su primer libro, acertadamente escribió sobre sus poemas:
“Aquí están saturados de luz y optimismo, espontáneos y bellos como los movimientos de su
cuerpo cuando danza, vigorosos y flexibles como los músculos de sus piernas…”. Aunque el
gran pintor mexicano se refería a Francisca Yo!, pienso que su comentario sobre la
espontaneidad y la belleza puede extenderse al resto de su obra.


Recuerdo que cuando leí –con la tristeza de quien añora la belleza de los tiempos de los
que no pudo formar parte– sobre el ballet de masas 30–30 que usted preparaba para grandes
estadios, cientos de bailarinas y, sobre todo, con el objeto de deselitizar el arte, me adentré a
algunos aspectos de su vida que me obligaron a buscar el único libro suyo que no guardo en mi
librero: Ritmos indígenas de México (editado por la SEP en los años 40). No lo encontré a la
venta en ningún lugar, las librerías de viejo más famosas carecían de copias y el único espacio en

el que lo encontré –y para consulta exclusiva en el lugar– fue en el piso 12 de la Biblioteca
Central de la Universidad Nacional Autónoma de México, en su archivo especializado. Tomé
algunas fotos del ejemplar y de las ilustraciones que hizo su hermano para la obra que coescribió
con Gloria, y las guardé en mi biblioteca digital. Esto ha sido un parteaguas para mi vida, pues
por lo que aprendí sobre su aportación al mundo de la danza, he asistido al ballet con mayor
frecuencia e incluso he escrito al respecto.


También le platico, Maestra Campobello, que cuando la leí por primera vez, concebí de
forma diferente la historia que se me había contado sobre una de las grandes transformaciones
que ha tenido nuestro país. Su experiencia en la Revolución –en Cartucho y en Las manos de
Mamá
– me abrió los ojos y descubrí una historia nueva narrada desde un espacio de enunciación
distinto a aquellos que han contado esa misma historia, y descubrí todo lo que no se repetía en
las demás.

No hay forma en la que usted vaya a leer esta carta, y a pesar de eso y del tiempo que nos
separa, yo la escribo porque la siento cada vez más cercana –y quizá con el mismo sentir que
tenía usted desde su balcón cuando esperaba la aurora–. Me gusta pensar que nuestros apellidos
–Moya– nos vinculan de otra forma y desde ahí también me encariño con usted.
Con toda mi admiración, y mucho dolor por sus últimos años de vida, le mando el más
grato de los saludos y la leo pronto, compañera de vida.

Mateo Mansilla-Moya


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